A Luis Bárcenas. “Que los presos políticos regresen a casa.”
Hay luz, demasiada luz. Luces que parpadean, que giran, que lo ciegan. Olor a vapor, metal, desinfectante. Y sonidos. No los sabe identificar. ¿Qué es ese gruñir que se oye? Parece venir de la garganta de algún fiero aterrador, o de las profundidades de una bizarra maquinaria, o podría ser el grito triunfal de la muchedumbre alrededor de la plaza de toros de Ronda.
– Parece que se ha despertado, excelencia. ¿Será que ha funcionado?
– Pronto lo sabremos. Dale más caña, hombre.
Voces son. Las entiende, hablan castellano. ¿Cuándo fue la última vez que…?
– Mire, excelencia, está abriendo la boca. Creo que va a hablar.
– Cállate entonces. A ver qué dice.
Sabe la frase que quiere pronunciar, pero le cuesta. Mastica las palabras como chicle. No quieren salir, pero así, trabajándolas en la boca, las moldea hasta que estén bien formadas. Por fin lo consigue.
– ¿D… dónde esto… dónde estoy?
– Habló, excelencia. ¡Habló!
– Mira, ¿puedes parar? Qué pesado eres.
– Lo siento, excelencia, pero la ciencia me excita.
Finalmente le contesta la segunda de las dos voces, la voz autoritaria de esta ‘excelencia’.
– Usted se encuentra en un búnker seguro, lejos de cualquier peligro, eso se lo puedo asegurar.
– ¿Dónde? – una pregunta que logra escupir como uno de esos cachos de desayuno que de súbito vienen subiendo desde el estómago a media mañana, sin dar explicaciones.
– En la Sierra de Madrid. Cerca de casa.
– ¿Cómo llegué aquí? – palabras que prácticamente vomita.
– Señor, hay mucho que explicarle. No se asuste, pero lo primero que tiene que saber es que estamos en el año 2367.
– ¿Qué coño dices? – dice de una manera que a él mismo le da asco.
¡Ay! Será una broma, seguro. Pero la luz… ¿por qué no dejan de cegarlo? Es como mirar al sol o a las luces de un avión que aterriza de noche sobre la pista del aeropuerto de Castellón.
– Sí, señor, el año 2367.
¡Idiotas! Hay que salir de aquí. Tantea, apalpa… parece que está acostado en el lecho de un hospital. Intenta levantarse, pero un dolor infernal paraliza sus músculos y golpea su cerebro.
– No intente moverse, señor. Su cuerpo no se ha despertado aún.
– ¿Despertado de qué? – grita, de repente lleno de rabia. – ¿Cómo se atreven a tratarme así? ¿A mí? ¡Dejadme libre! ¡Soltadme, coño!
La luz crece. Cada vez más intensa, le quema los ojos y oblitera sus otros sentidos. Las voces angustiadas de sus captores se distorsionan. Los olores se confunden. Ya no tiene dolor pues sus músculos se han entumecido, como después de una buena cornada en Sanfermines. Solo hay esa luz terrible, cada vez peor. Antes de quedarse inconsciente, lo último que se le ocurre preguntarse es: ¿quién soy? Y no sabe la respuesta.
Cuando se despierta de nuevo, todo ha cambiado. Puede ver, tocar, saborear el aire, olfatear su propia carne – huele a jamón serrano y mar de Alborán, como tiene que ser. Una de sus piernas ha sido reemplazada por una pierna robótica. Bueno, reconoce que es un poco insólito, pero no le inquieta demasiado. Después de tantos años en la política, uno aprende a mantener la calma y asumir las cosas de la vida.
A pesar de todo, sigue ignorando su situación. La habitación tiene pocos detalles reveladores. Es gris, la cama azul… en la Sierra de Madrid, dijeron. Puede ser. Hay una bandera pegada a la pared. Lo más curioso es el aparato que hay, agachado en un rincón como un duende, un caos de tuberías de cristal y estructuras metálicas, un mosaico abigarrado de LED por un lado, una pantalla por otro, pero todo apagado. Rara la máquina, pero ¿será del año 2367? Es plausible.
Está en esto cuando abren la puerta. Esta también es muy futurista porque ellos, los que quieren entrar, tienen que esperar varios minutos mientras se instalan unas actualizaciones y la puerta se reinicia.
– Buen día, señor – le dicen, cuando por fin consiguen entrar. Una mujer y un hombre, los dueños de aquellas voces que ya conoce de la primera vez que se despertó.
– No es un día malo – les dice él, sonriente y sin dificultades para enunciar, – dicho de otro modo, es un buen día.
– ¿Usted se acuerda de algo? – le pregunta el hombre. Joven, gordinflón, barbudo a lo hípster, pero vestido de traje militar con etiquetas de Pull&Bear. Para contestar, inclina la cabeza y sigue sonriendo diplomáticamente.
– Me acuerdo de todo, y de todos. Y de todas.
– ¿Se acuerda de su nombre? – le pregunta la mujer, la que el hombre había llamado ‘excelencia’. Alta, regia como Cibeles, fuerte como Rita Barberá.
– Me llamo Mariano Rajoy Brey. ¿Y ustedes?
– Le presento al sargento Miguel Ángel Gómez, y yo soy la tenienta-generala María Khaleesi de la Fuente. Mucho gusto.
– Mucho gusto.
– Encantado.
– Sí, mucho gusto.
– Mucho gusto.
– Claro, encantado.
– Bien, encantada.
– Mucho gusto.
Mariano sonríe (que conste que dejó de sonreír antes de volver a sonreír, si no ni haría falta decir que sonríe otra vez). Este despertar es mucho más ameno que el anterior, ya que todos están encantados y muy a gusto. Pero espera… (deja de sonreír), hay algo raro aquí, es decir aparte de la pierna robótica.
– Una cosa – dice sin sonrisa – ¿no era que yo había muerto? Sí, ahora me acuerdo. Estaba de vacaciones en Sanjenjo. Fui a caminar energéticamente en chándal para que los votantes no me percibiesen como un gobernador frío y distante, y luego sufrí un infarto. Mi último deseo era que le hicieran saber a Pedro Sánchez que yo lo perdonaba por… por todo lo que pasó entre nosotros.
– Sí, usted murió. Fue un día negro en la historia del Reino- dice sargento Gómez patrióticamente. – Pero algunos de sus discípulos secuestraron su cadáver y lo congelaron. Formaron una sociedad clandestina para custodiarlo hasta que se inventara la tecnología precisa para reanimarlo.
Mariano concentra todas sus habilidades deductivas.
– Puesto que ahora no estoy muerto – comienza, pero tentativamente, sin apenas creer lo que dice, – me atrevería a afirmar que dicha tecnología ya se inventó. Tengo una pierna robótica, y esa máquina en el rincón debe ser un equipamiento médico de alguna descripción. Sí, así es. Pero ¿por qué yo? ¿Por qué reanimarme a mí?
– Porque nosotros, correligionarios de la Sociedad Mariana, sabemos que solo usted puede salvar a España de la gran amenaza.
Tenienta-generala Khaleesi: una militara formidable. Sabe medir y pesar sus palabras. Habrá ensayado este momento para decirlas con debida ceremonia. Incluso le deja a Mariano un instante, previsto por ella, para que pregunte por dicha gran amenaza. “Qué es la gran amenaza? ¿Es que los jóvenes están practicando el balconing?”
– No, señor. Hoy en día el balconing es un deporte olímpico. Para entrenar a la próxima generación de atletas, cada año los chinos lanzan a centenares de niños desde las ventanas de un rascacielos, a ver cuáles sobreviven.
Es una victoria para Mariano; sorprender a los demás, obligarles a salir de su guion. Aun mejor, ha confundido la cadena de comando. Mirad como el sargento Gómez, al describir la amenaza, retoma el hilo abandonado por la Khaleesi. Este es el Rajoy maquiavélico que no se deja percibir en el fake news de los medios de la izquierda radical.
– Estamos ante una situación grave, desesperante. En setenta y dos horas, se ha programado la colocación de la última piedra de la Sagrada Familia. Por cierto, tres años antes de lo pronosticado.
– ¿Y qué hay de malo en eso? Si estamos en el año 2367, a buenas verdes, mangas horas, digo yo.
– Hay más – dice uno u otra de los dos militares (da igual cuál de los dos porque en realidad no son personajes, sino que sirven únicamente para la exposición). – Barcelona está bajo el yugo de la autodenominada República de Catalunya. Si consiguen completar la Sagrada Familia sin la ayuda del estado español, estos traidores habrán demostrado ante los poderes extranjeros que una Cataluña independiente es viable, quizá incluso deseable. Así perderemos nuestra última esperanza de recuperar aquellos territorios ocupados.
¿Cómo puede ser? Mariano está horrorizado. Esta revelación lo asombra más que su propia resurrección (como Cristo, aunque él no lo expresaría en esos términos). Peor aun, le enseñan una foto. Es del puerto de Barcelona, un sitio que conoce bien, pero donde no todo está bien. Donde tendría que estar la estatua de Colón, hay un monumento nuevo y grotesco: cuatro figuras monstruosas encima de una plataforma de granito, en la cual está inscrito la leyenda: als alliberadors. Es catalán, le explican los militares, pero no saben qué quiere decir. Mariano entrecierra los ojos y acerca la foto a su cara para identificar quiénes son las cuatro figuras. Está Simón Bolívar, sí, y George Washington. Aquel calvo es Mahatma Gandhi. Y ¿el último? Ese peinado execrable le suena. No, no puede ser. La última estatua, la más alta y musculosa, es del mismísimo Carles Puigdemont. Mariano suelta un grito estrangulado, algo así como un gato pisado por un caballo.
– ¿Cómo llegó a esto? Yo hice todo por impedirlo. ¿Por qué creéis que yo envié a la policía para darles una buena paliza a los que fueron a votar en el 1-O? Os digo: porque mi proyecto estrella en la política siempre fue la defensa de la democracia. Es el vecino el que elige al alcalde. No Artur Mas, Oriol Junqueras o Gerard Piqué. ¿Qué pasó después de mi muerte para que todo saliera tan mal?
Los dos militares lo piensan bien. Se hunden en sus archivos mentales para regresar a la lejana historia del siglo XXI y divisar el origen del mal actual que les acecha.
– Yo creo que lo peor de todo fue cuando Donald Trump se declaró en contra de la independencia de Cataluña. De haberla respaldado, todos habrían cambiado a nuestra banda. Solo para llevarle la contraria a Trump, claro está.
Sin embargo, la tta-grala Khaleesi niega con la cabeza. La explicación de su sargento no la convence.
-Para mí, el golpe maestro del que nunca nos recuperamos fue cuando la División Piolín fue derrotada en la batalla de Portaventura.
– Pero cuando yo fallecí, la Moncloa no quedó desierta – exclama Mariano, pasando de un lado a otro como una persona nerviosa o agitada, cual niño antes de un examen importante, cual persona que tiene diarrea cuando el baño está ocupado, o cual gallina durante literalmente toda su vida, – ¿qué pasó con mis fieles compañeros, los que me acompañaron en el gobierno? ¿No perseguían la lucha?
Inmediatamente, una lágrima pura y patriótica aparece en cada uno de los ojos de la Khaleesi, o sea dos lágrimas porque tiene dos ojos.
– Señor presidente… sí, lo llamo presidente porque estoy segura de que los españoles lo preferirán al presidente actual, un dinosaurio que no tiene la más mínima aptitud a la hora de dialogar con los independentistas catalanes. Digo, señor presidente, lamento tener que informarle de que su gobierno se deshizo de una manera sumamente… trágica. La ministra Sáenz de Santamaría fue a Venezuela para cumplir una misión diplomática, y no sabemos cómo, pero de alguna manera la adoctrinaron, la casaron con Nicolás Maduro…
– ¡Soraya nunca me traicionaría así! – (la imagen de esos cuerpos desnudos en una hamaca empapada de sudor, en un país donde no se conoce el papel higiénico, le provoca nauseas).
– Recientemente la coronaron emperatriz del nuevo Imperio Bolivariano. Ella y su marido han prolongado sus vidas innaturalmente a lo largo de tres siglos, alimentándose del sufrimiento, la opresión y las almas del mismo pueblo venezolano. La suya probablemente sea la historia más triste, pero no la única. Al señor Feijóo, por ejemplo, lo secuestraron unos radicales poco después del fallecimiento de usted. No sabemos qué le hicieron esos terroristas, pero cuando la policía lo encontró en una cuneta unos meses más tarde, lo único que el señor Feijóo podía decir era “Galiza ceibe”. Esta frase la repetía, una y otra vez, incesantemente, durante varios días. Al final, tuvieron que sacrificarlo. Después, a la ministra Cospedal, la división espacial de ETA…
– ¡Basta! – Mariano llora y gime como un pastor alemán que tiene hambre. – ¡Ya no quiero saber más! Si es verdad lo que decís, yo entiendo mi deber. Estoy solo en la lucha contra los enemigos de la patria.
– Solo no está – protesta el sargento, – toda España lo acompañará a usted. Solo necesitamos su liderazgo para que, cuando se coloque la última piedra de la Sagrada Familia, tal gesto se consagre a la gloria de cada uno de los españoles, y no solamente a la de unos caciques catalanes (aunque también es cierto que el albañil que coloca la piedra seguramente será marroquí, ya que todos los españoles tenemos tres carreras y un máster, por lo cual no queremos construir catedrales).
Mariano deja caer su mirada portentosa sobre la bandera pegada a la pared, esa querida bandera.
-Como dije, entiendo mi deber. Estoy preparado para ser vuestro presidente de nuevo. Las únicas armas que os pido son una copia de la Constitución y la espada de Fernando el Católico.
– Sin demora, mi presidente – dice la Khaleesi, su emoción apenas domada por su disciplina militar. – Una cosa más: ¿tiene algún mensaje para su pueblo? Lo grabaré en mi iPhone y se lo mandaré a LOS40. Todos los españoles lo escucharán.
Miles de pensamientos inundan su cabeza. ¿Qué palabras inspiradas hacen falta en estos momentos de desesperación? Las manos de la historia le masajean los hombros. Diga lo que diga, este mensaje nunca será olvidado por la ciudadanía. Asumirá el mismo prestigio que aquellas palabras inmortales de Cervantes: “En un pueblo de la Mancha que no recuerdo ahora mismo…”
Abre la boca, como una ballena en una película vieja que va a tragar un barco, y dice:
– El derecho de todos los españoles es la democracia, y la garantía de la democracia es el derecho. La democracia del derecho, no obstante, impide que sea, para los catalanes, la democracia.
No hace falta decir más que eso. Palabras inmortales. Beneficio político.